Llueve. Ha llovido.
Llueve. Día tras día, el cielo ha
amanecido gris, gris plomizo que es como un presagio. Y las nubes se han abierto y ha comenzado a
caer el agua suave, constante, infiltrándose en el campo resquebrajado por la
sequia. Después fuertemente, con ímpetu
de elemento, azotando la tierra en enorme catarata. Y la hierba mustía y amarilla ha querido
erguirse en un aletear de vida. Largos
meses de sequia hicieron que, entre los campesinos, la palabra “ tiempo “ fuera
punto obligatorio de cualquier conversación.
Es extraño que a los accidentes del clima se le llame “ tiempo “. Esta denominación nos dice que el concepto
metafísico del tiempo, lo queremos convertir en agente físico. Es decir que el tiempo queremos que pase de
lo abstracto a lo concreto y que nos era solo tiempo sino bueno o malo. Como si el tiempo no fuera el factor decisivo
de nuestra vida, el que nos empuja hacia delante de manera irremediable. El reloj, inflexible, marcando los minutos y
las horas, sigue su marcha indiferente al clima, viviendo ante nuestros ojos,
en un estado de eternidad insensible al hielo, a la lluvia, al sol. Los hombres, por no querer enfrentarnos
francamente con el tiempo, nos pasamos la vida mirando el espacio para
engañarnos a nosotros mismos en el clima.
La palabra clima ha adquirido en
nuestros días un gran uso. Clima
moral. Clima social. Clima
estético. En el fondo también, como
preocupación eterna de los hombres que ven como el tiempo se les escapa de
entre las manos, sin que haya modo humano de retenerlo. Pero lo cierto es que ha llovido. Durante mucho tiempo ha habido un deseo
unánime de lluvia. La tragedia de la
secula no solo gravitaba sobre el campo, sino también sobre la ciudad. La atmósfera estaba enrarecida, sucia. Y se repite alegremente el agua. Pero el que no ha estado en el campo, no
puede saber lo que representa la lluvia después de una larga sequia. Los hombres contemplan el agua como si se
tratara de un milagro. Quiza nunca
entendamos mejor el concepto de lo que es una bendición de Dios. Cuando un campesino dice que un trigal es una
bendición, comprendemos enseguida el valor teologico de la frase. En las ciudades se mira poco al cielo. El campesino si. Como lo fía todo del cielo, pasa la vida con
la cabeza erguida y los ojos fijos en lo alto.
De ahí esa emoción de la lluvia en los pueblos, cuando se borran los
confines y la buena tierra se empapa.
Hace años, las ancas de las mulas,
lustrosas y charoladas, daban un negro profundo. Y también esa manta raida y gris del pastor,
inmóvil sobre una piedra, como si necesitase del agua para reverdecer y
fructificar. En estos días húmedos, las
torres vigilantes de los pueblos no pueden alcanzar las lejanías y el verde de
las campanas se humedece de agua que afinara su voz cuando llamen a la
iglesia. ¡ Claridad de una campana
pueblerina en una mañana de lluvia ¡. En
la ciudad, en cambio, la lluvia nos sume en una penetrante tristeza. Es lo que los de aquí llamamos “ mal tiempo
“. A veces, desde nuestra ventana,
divisamos unos tiestos en un balcón, unas acacias al borde de una acera y
comprendemos el bien de la lluvia.
Porque lo otro que nos ofrece la ciudad es el fango, el bosque, los
paraguas que flotan en el aire, los autobuses atestados y chorreantes, las
claras lunas de cristal empañadas, los portales con esos transeúntes
esperanzados que aguardan a que la lluvia cese para seguir caminando. La naturaleza es implacable cuando mete su
clima en la ciudad.
Yo en esta tarde gris, me he sentido
como prisionera entre el asfalto y el cemento.
Se que mi querido amigo Manuel, paseara despacio por la cinta brillante
de la carretera, al borde de sus campos, dejando que la lluvia le empape poco a
poco. Porque le gusta sentirla caer
sobre su sombrero y resbalar luego en hilillos delgados que se incrustan con
humedad profunda, entre los pliegues de su zamarra.
El caer la lluvia me ha puesto triste. Es la nostalgia de aquellos días, en que era
un placer sumergirse con la lluvia en pleno campo. El barro pasaba en los zapatos, y a la caída
de la tarde, ya de vuelta, había que
poner la ropa bajo la campana de la chimenea para secarse. Aquella lluvia era de plata. Con ella habría pan todo el año. Los campesinos iban entrando en la cocina en
tanto que el agua escurría de sus abarcas. Era tan mansa que no se le oía caer. Habian traido leña mojada que tardaba en
arder. Y, de tiempo en tiempo, se miraba
a la calle para convencerse, de que seguía lloviendo. Esto si que era sentir el tiempo entre
nosotros. Y mas tarde, en la noche, no era
el reloj el que nos marcaba el paso inexorablemente de los segundos, sino una
gota de agua desprendida del canalón que iba marcando el tiempo, el buen tiempo
para el campo.
Lluvia que agranda la semilla en un
germinar seguro, que fertiliza la tierra, que la oscurece. Alegría en el corazón.
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