sábado, 30 de junio de 2018

LA DESPOBLACION . Autora : Maruja Collados .


Nuestros pueblos con sus leyendas, sus sucesos y sus ritos se están quedando desiertos. A los jóvenes, y también a los menos jóvenes, les seduce la ciudad. El trabajo de la tierra, que es en los pueblos la mayor  dedicación, es duro. No tiene horario fijo. En lucha constante empiezan de madrugada y no cesan ni en la noche, porque en su astronomía elemental, hasta en la noche, si se da el agua, hay que regar, asistidos por el parpadeo de las estrellas, los  cambios de la luna, la gran hechicera  de los pueblos rurales. Su luz plateada les da seguridad en los caminos de la lluvia, la danza del viento o el resonar de las tormentas. Ningún oficio, ninguna otra profesión exige una entrega total  como la de la tierra. Los demás trabajos se dedican a una actividad determinada.

 La tierra exige desvelos, inquietudes. El crecimiento de una plantación, el parásito que ataca ciertas siembras, la mordedura de un insecto maligno. A la tierra no se la vence nunca y hay que ganarla todos los días. La tierra es el milagro constante de un crecimiento de árboles, de un granar de espigas. . .los pueblos. Todos los pueblos son casi el mismo pueblo, con su rio agonizante, sus plazas redondas, sus peirones, sus nidos de cigüeña en lo alto del campanario, sus perros indolentes, sus calles empinadas. . .

Finalizada la primavera, medio día cae el sol a plomo, a media tarde el cielo está encapotado y por la noche se levanta el viento y hace que tumben las torres de la luz. Pasear por el campo es una delicia, las ovejas se han ocupado de alfombrar el camino, las mariposas revolotean de flor en flor, los buitres vigilan tus pasos. . .tu móvil no suena porque en determinados sitios no hay cobertura. . .Pero también está sometida al rayo, el trueno, la lluvia, el granizo. . .Pese a todo esa gente rural sumergida en pueblos silenciosos  que, en ciertas horas del día parecen sometidos a un hechizo de cuento, buscan el ruido, la algarabía de las ciudades. Porque en las ciudades es de otro modo. Al cárdeno zigzaguear del relámpago responden los anuncios luminosos y, entre sus ruidos, escasamente sobrecoge el estampido del trueno.


En todo esto me han hecho pensar mis conversaciones con Manuel. Manuel vive permanentemente en el campo. El campo es su mundo. Le dan infinita tristeza los que desertaron y, al adentrarse en otros caminos, se dejaron robar el horizonte y los grillos. Manuel posee sabiduría natural. Y sabe de los misterios del cierzo, la nieve, el frío y la ventisca. Conoce el nombre de cada hierba y el canto de cada pájaro. Ha visto amanecer mil veces, sin que el espectáculo, por conocido, deje de hacer vibrar su primitiva sensibilidad. Y es capaz de emocionarse ante una cascada de agua que, al romperse en espuma contra las peñas, produce irisaciones cuando es bañada por el sol. Se siente feliz entre barro y cielo, turnándose en la noche y el día bajo el parpadeo de las estrellas o del sol poderoso y fuerte que hace rechinar de sed la rueda de la noria y dobla las espiga sobre el surco que se agrieta. Estas gentes admirables, como Manuel, sólo se dan en nuestros campos de España o en países que tienen sangre nuestra. Con el recuerdo de calles estrechas, de casas humildes, a la sombra de una iglesia que es, casi siempre, un monumento notable más que por su arquitectura, por lo que  en sí encierra de vida y aliento, de esa fuerza atávica que nos lleva a través de los siglos con su imperativo de conducta y de forma de ser.



 Autora :   Maruja Collados

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