DICIEMBRE
Diciembre
es el mes literario por excelencia. Es
el último mes del año y está lleno de un revuelo de fichas y de
clasificaciones, como fuelles de música muda, como acordeones simbólicos, que
son los que le prestan animación y fondo.
Es en ese mes cuando se preparan esos balances y resúmenes, desde el año
astronómico, hasta el año necrológico, donde lo mismo figuran las nuevas
estrellas recién descubiertas en las lentes de los telescopios, que “ las
ilustres personalidades desaparecidas “.
Diciembre
es esencialmente hogareño. Se han
acabado las consejas, los cuentos de ánimas y de fantasmas, las leyendas
misteriosas y es frecuente la nieve, que con su resplandor pone claridad en el
ambiente. En nuestros pueblos , los
campos descansan, se conservan secos y calientes los apriscos y en las cocinas
los grandes troncos encendidos llenan de sombras y resplandor rojizo las
paredes y los rostros.
Es, sobre
todo, el mes de la Navidad. Por eso diciembre,
sabe a turrón, a mazapán, a sopa de almendras.
EL FRIO
Y el
frio. Terrible frio de este diciembre y
de otros diciembres ya lejanos. Caía el
frio entero y maduro sobre las viejas y retorcidas calles de mi pueblo, un frio
tan espeso que casi hubiera podido cortarse la mañana en rebanadas como un pan. Y subía yo por aquella cuesta abrupta y
empinada que conducía a la ermita del Carmen, entre las charcas heladas y los
arbustos yertos. A la noche, rodaría
lastimándose en las piedras, una luna grande y fría de una bella inmensidad
infinita. Una vez arriba, en lo alto, se
diría que estaban todas las cosas, árboles, senderos, casas, en su sitio pero
que todo era solo un paisaje inútil e ingrato de invierno. Yo, sentada descansaba de las fatigas de la
cuesta y el pensamiento se me fijaba como un clavo, alerta el alma, entre la
paronámica mojada y brillante de la helada.
Sonaba el
medio día y las campanas de Santa María la Mayor tenían una melodiosa plenitud
conmovedora en el silencio frio. Y yo
pensaba, a este sol secreto, que lo que vale o no vale en la vida no es la
prisas, ni el tener un pueblo a los pies, ni sentir el aire silbante entre los
pinos, sino el ensueño, la contemplación, el éxtasis.
Si. Aquella
fue, en mi vida, mi primera meditación.
EL TURRON
En estos
días próximos a la Navidad, en casa de mi tío Virgilio se hacía el turrón. Entonces era pura artesanía. El trabajo tenia como una música ritual y las
grandes paletas de madera que movían la masa de miel y avellanas en el perol
reluciente de cobre, recitaban un villancico de ritmo alterno, primitivo,
ingenuo, casi infantil. Luis, el Loya,
con sus manos grandes y callosas, se aferraba a las palas dándoles impulso
regular y seguido de máquina humana, mientras entre sus labios renegridos prendia
una eterna e inacabable colilla.
En el gran
obrador se amontonaban las distintas clases de mazapanes, las yemas rutilantes,
el crujiente guirlache. Se partian y
envolvían las “barricas “, en un movimiento igual y rítmico, como de un
villancico de Juan de la Encina. El
ruido de las palas golpeando la masa de la miel y avellanas y el crepitar de
las almendras, entre el liquido oscuro y pegajoso, componían una música
preludio inconfundible de la Navidad.
EL NACIMIENTO
Luego
poníamos El Nacimiento. Ibamos a recoger
césped, musgo tierno, verdes hierbas.
Los mayores hacían el Palacio de Herodes, con cartulinas. A mi me gustaba
hacer los ríos. Sentía una ilusión
inmensa por aquellos riachuelos parados y quietos en la tristeza del cristal y
el estaño. Unos patos imposibles
eternizaban su vuelo inmóvil sobre la corriente muerta. Después, ya mayor, pensaba que todo aquello
era un símbolo, que todo aquello era la lucha entre la fuga y el ímpetu, entre
la vida que es el rio, continuo fluir y el pensamiento y las ideas que fueron
en el principio y que nos agarran haciendo nuestra vida prisionera.
Ahora
cuando contemplo un Nacimiento, siento tristeza y ganas de evadirme hacia el
futuro para gustar limpiamente, sin el pecado de la nostalgia , del
pasado. Después, cuando el recuerdo no
era ya un placer prohibido, volvi sobre mis pasos. Y fui yo quien edifiqué el Palacio de Herodes,
la alegría de los Reyes Magos, los ríos de cristal y de estaño para mis
hijos. Y ellos alzando los ojos, miraran
extáticos como yo mire un día. Y otra
vez, cuando pasen los años, acoso ellos comprendan también que los ríos parados
son un triste y verdadero símbolo. Mi
hija la más fantastoca, lo escribirá en un articulo para los días de
Navidad. No se lo dira a nadie, pero,
acaso yo la sorprenda y adivine entonces la continuidad de los sueños.
Navidades
antiguas que entrelazan sus fantasmas de sueños y de ilusiones marchitas que,
en el pasar de los años, conservan la emoción de la Nochebuena en torno al
Belen, con la alegría ingenua de los sueños, la risa de los jóvenes y la niebla
en los ojos de los viejos, que a través de las lagrimas, ven llegar a ellos,
por el paisaje de musgo y corcho, los tres pequeños Reyes que traen la ofrenda
más grata a su corazón : los recuerdos.
EN LA
NOCHEBUENA
En la
Nochebuena, nos reuníamos todos en torno a las llamas crepitantes del
hogar. La cena tradicional y abundante y
el porrón de buen vino pasando de mano en mano, ponía las chispitas encendidas
en los ojos. Mis primos Virgilio,
Luisito, y Josemary, tocaban instrumentos de cuerda mientras todos coreábamos
pequeños villancicos. En las ultimas
horas de día, la campana de la iglesia nos llamaba a la Misa del Gallo. Sus sones tenían voz de nata y hojaldre. Nos enfundábamos en abrigos y bufandas, las
caras rojas con el calor del fuego. La
iglesia refulgente de luz vibrada en un resonar de villancicos y arpegios de
armónium. Dios ha nacido. Dios ha nacido. El cura lucia casulla de fiesta y homilía de
esperanza. La legión de monaguillos era
un rebullir de sayales rojos y expresiones adormiladas por lo insolito de la
hora. Después la fila interminable para
adorar al Niño, camisa con bordado de monjas, pié levantado al beso, brazos
abiertos. Dios ha nacido.
A la bajada
de la fría madrugada, íbamos dejando caer, sobre el rumor de la Cuesta de la
Iglesia, y la ternura de nuestra Nochebuena.
LOS REYES
MAGOS
A los Reyes
Magos hay que escribirles, para que una buena tarde les lleve nuestra carta el
viento. Hay que escribirles para no
perder la fe, esa fe de los años infantiles, en un país misterioso donde se
confunden las estrellas y hadas y santos.
Y esperar el regalo que es siempre prometido a los hombres de buena
voluntad. Esperar y llenar de números, de
lagrimas, de sonrisas la verdadera vida, nuestra vida misma. Solo queremos eso. Que nos permitan recordar pura e intacta la
melodía de nuestros primeros años. Y la
noche de Reyes una brisa rara y misteriosa hará que nos volvamos otra vez más
niños. Nos sentaremos a esperarles. Con el alma ligera y la mente clara. Porque a veces pienso que todo esta oscuro y
frio alrededor de los hombres y las torres, por mucho que se estiren no podrán
nunca rozar el cielo. Pero una noche si
podrá repetirse el encanto vivo y sorprendido de nuestra lejana niñez. Si, será realidad. En la Noche de Reyes una brisa rara y
misteriosa puede convertirnos en niños otra vez. Todo es posible, si se espera con fé en estos
días de la Navidad.
Autora : Maruja Collados .
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